martes, 31 de mayo de 2011

El SER HUMANO COMO CONCIENCIA DEL UNIVERSO


En nuestro universo material, que nosotros sepamos, sólo el ser humano es capaz de conocimiento y amor, es decir, sólo el ser humano es persona. La cuestión de que puedan existir otros seres personales que sean como el ser humano unidad de cuerpo y alma no afecta en absoluto a la revelación, es decir, a la enseñanza de la Iglesia. Lo que sabemos es que el ser humano, está abierto a esa perfección ilimitada. El ser humano aparece en el universo como un fin en sí mismo. Y gracias al ser humano, el universo material tiene voz para cantar las maravillas de la creación. Dice Soloviev que en la humanidad «a través del incremento de la conciencia individual, religiosa y científica progresa también la conciencia universal. En este caso, la inteligencia individual es no solo un órgano de la vida personal sino también el órgano de la memoria y de la previsión para toda la humanidad e incluso para toda la naturaleza»[1]. Las estrellas son hermosas pero no saben que lo son. Y así comprendemos con San Francisco de Asís, que el ser humano pueda ser el portavoz del universo para cantar y alabar al Todopoderoso por el hermano Sol, la blanca Luna, la preciosa y casta hermana agua, el bello, alegre, robusto y fuerte fuego, los frutos, las flores y la hierba. En definitiva por todas las criaturas.
Para Soloviev, «la verdad en su totalidad, es decir, la unidad positiva del todo, ha sido puesta desde el principio en la conciencia viva del hombre y se realiza gradualmente en la vida de la humanidad a través de la continuidad de la conciencia». Es cierto que el hombre «es solamente una parte de la naturaleza»pero, a la vez, la trasciende y se revela como «unitotalidadabsoluta en potencia que se actualiza». Es decir, la unidad del universo se lleva a cabo en el ser humano porque es a la vez material y espiritual. Es lo que ya Santo Tomás de Aquino señalaba. El punto de unión entre la esfera de los seres espiritualesy los materiales es el ser humano.

martes, 24 de mayo de 2011

PERFECCIONARSE INFINITAMENTE



Que el ser humano pueda perfeccionarse hasta el infinito en su propia vida y en su propia naturaleza, sin dejar por ello, de seguir siendo un ser humano, es decir, sin escapar de los límites de la misma naturaleza humana sólo es posible si pertenece a la naturaleza humana algo ilimitado, algo potencialmente abierto al infinito. Nos preguntamos pues: ¿existe, pertenece a la naturaleza humana algo que la haga potencialmente abierta al infinito? Cuando decimos “potencialmente” señalamos que ahora, en este preciso momento, no alcanza la infinitud, pero que está abierta a ella de modo que la naturaleza humana puede perfeccionarse sin tener un límite, un punto final en el que ya no es posible más perfección. No tener límite en la capacidad de perfección es lo que significa que puede perfeccionarse infinitamente. ¿Posee o no posee la naturaleza humana algo que la haga capaz de ese perfeccionamiento sin límite, abierto al infinito? Muchos pensadores han dado una respuesta afirmativa, desde Platón hasta Soloviev pasando por Aristóteles, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino y la práctica totalidad de los filósofos medievales, Descartes, Leibniz, Kant, Hegel, es decir, todos los que reconocen en la naturaleza humana su ser espiritual. El ser humano es un espíritu encarnado. Y en cuanto espíritu es capaz de entendimiento y voluntad, capaz de conocer y amar. El ser humano está abierto ilimitadamente a conocer. La capacidad de conocer no tiene límite, no se agota. Lo mismo sucede con la capacidad de amar. Podemos amar siempre, es decir, no dejar de amar. Amar ilimitadamente, crecer siempre en el amor. Esto supone que, sin dejar de ser seres humanos, nuestra naturaleza humana puede perfeccionarse mediante el conocimiento y el amor sin tener una barrera, un tope, un límite. Por tanto el ser humano en cuanto tal puede perfeccionarse continuamente de modo infinito.

lunes, 23 de mayo de 2011

LA PERFECTIBILIDAD DEL SER HUMANO



El hombre tiene capacidad de evaluar tanto los hechos que se dan ante él como las propias acciones. Esa capacidad de evaluar es posible porque está abierto a lo universal, es decir, no sólo puede captar los hechos brutos, concretos y singulares, sino que es también capaz de generar conceptos universales. Y esto porque la conciencia del ser humano, su inteligencia, está hecha para la verdad. Esto hace posible que el ser humano pueda perfeccionarse hasta el infinito en su propia vida y en su propia naturaleza, sin escapar de los límites de la misma naturaleza humana.

Nota: Las ideas que se expresan aquí están indicadas en Soloviev, Il significato dell’amore, Milano 2003, p. 76. Hay traducción castellana en Editorial Monte Carmelo, Burgos 2009, pero yo seguiré el texto de la traducción italiana.

lunes, 9 de mayo de 2011

LA TRAGEDIA DE SATANÁS

La tragedia de Satanás es ver cómo su naturaleza angélica, puro espíritu, ha podido ser superada en su unión sustancial con la materia. El demonio odia la materia porque es de condición inferior al espíritu. Odia al hombre que siendo espiritu, es un espíritu encarnado; odia la Encarnación porque es la unión sustancial del Espíritu Purísimo con la materia.

Hay un espiritualismo demoníaco que consiste en el desprecio de la materia y en la exaltación de lo espiritual. Pero esto en el ser humano solo conduce a la disgregación, a la ruina y al sinsentido de su mismo ser creatural, puesto que ha sido hecho “en” la materia, “con” la materia, “además” de la materia, precisamente para superar la materia, para “traspasar” con el espíritu la materia, para “transfigurar” la materia, para “transir” de espíritu la materia, para “espiritualizar” la materia, o como diría el mismo Solov’ëv, para “iluminar la materia” o “liberar la materia”. Esta es la definición que da Solov'ëv de la belleza: “materia iluminada” o una “luz materializada”. Todo esto es o resulta repugnante para el demonio. El demonio que en su soberbia no acepta lo inferior de la materia, no soporta el enaltecimiento de la realidad material tan alejada de la nobleza de su ser espiritual. 

El demonio es el primer racista y xenófobo. Un racista y un xenófobo de un radicalismo existencial porque sólo aceptaría a otros seres de naturaleza espiritual pero jamás el ver enaltecidos a los seres que participan de la inferioridad de la materia, a los espíritus encarnados, a la raza de los hijos de Dios. Por eso el demonio odia de manera especial a la mujer. Porque de Ella ha venido al mundo el mismo Dios. En una mujer, en su cuerpo, en su vientre, en su seno, el Altísimo se ha hecho carne, ha tomado la naturaleza humana. Y por eso el demonio odia la maternidad. Sin maternidad no habría habido Theotokos (Madre de Dios). Un mundo en el que se atenta contra la maternidad es un mundo cada vez más alejado de Dios y más deshumanizado. Más aún, es un mundo demoníaco.

jueves, 5 de mayo de 2011

VLADIMIR SOLOVIEV: UN PROFETA NO ESCUCHADO

VLADIMIR SOLOVIEV: UN PROFETA NO ESCUCHADO


GIACOMO CARDENAL BIFFI



EN HUMANITAS NRO.21



Vladimir Sergeevich Soloviev murió hace cien años, el 31 de julio (13 de agosto según nuestro calendario gregoriano) del año 1900. Murió en el límite del siglo XX, un siglo del cual, con singular esmero, anunció las vicisitudes y dificultades, un siglo que sin embargo, con los hechos y las ideologías prevalecientes, sería trágicamente contradictorio con sus enseñanzas más importantes y originales. Su magisterio fue, por consiguiente, profético y al mismo tiempo ampliamente desatendido.
UN MAGISTERIO PROFÉTICO
En la época de este gran filósofo ruso, la mentalidad más divulgada, propia del optimismo irreflexivo de la belle époque, preveía un porvenir sereno para la humanidad del siglo a punto de comenzar. Guiados e inspirados por la nueva religión del progreso y la solidaridad sin motivaciones trascendentes, los pueblos conocerían una época de prosperidad, paz, justicia y seguridad. En la danza Excelsior –una coreografía que en los últimos años del siglo XIX tuvo un éxito extraordinario (y luego daría el nombre a una serie innumerable de teatros, hoteles y cines)- esta nueva religión había encontrado prácticamente una liturgia propia. Profetizó Victor Hugo: “Este siglo ha sido grande, el próximo siglo será feliz”. Soloviev, en cambio, no se deja encantar por ese candor laicista y anticipa, por el contrario, con precavida lucidez, todas las calamidades que luego tuvieron lugar.
Ya en 1882, en el Segundo discurso sobre Dostoievski, parecía pronosticar y condenar anticipadamente la locura y atrocidad del colectivismo tiránico que al cabo de algunas décadas afligiría a Rusia y a la humanidad. “El mundo –afirma- no debe salvarse recurriendo a la fuerza... Es posible imaginar a los hombres colaborando juntos en una gran tarea, a la cual se refieran y sometan todas sus actividades particulares; pero si esta tarea se les impone y representa para ellos algo fatal e inminente... en ese caso, aun cuando semejante unidad abarcase a toda la humanidad, no se habrá alcanzado la humanidad universal, sino únicamente un enorme “hormiguero” , ese hormiguero que luego efectivamente sería puesto en ejecución por la ideología obtusa y despiadada de Lenin y Stalin.
En la última publicación –Los tres diálogos y el relato del Anticristo, obra terminada el domingo de Pascua de 1900- es impresionante advertir la claridad con que Soloviev prevé cómo el siglo XX será “la época de las últimas grandes guerras, las discordias intestinas y las revoluciones” , después de lo cual –dice- todo estará preparado para que pierda significado “la vieja estructura de naciones separadas y prácticamente desaparezcan en todas partes los últimos restos de las antiguas instituciones monárquicas” . Se llegará así a la “Unión de los Estados Unidos de Europa”. Es sobre todo asombrosa la perspicacia con que describe la gran crisis que afectará al cristianismo en las últimas décadas del siglo XX.
Soloviev representa esta crisis en el icono del Anticristo, personaje fascinante que logrará en cierta medida influir en todos y condicionarlos. En la forma en que aquí se presenta, no es difícil reconocer en el mismo el emblema, que es casi una hipostatización, de la religiosidad confusa y ambigua de estos años nuestros. Él será –dice Soloviev- un “convencido espiritualista”, un admirable filántropo, un pacifista comprometido y diligente, un vegetariano observante, un animalista determinado y activo.
Será, entre otras cosas, también un experto exégeta: su cultura bíblica le propiciará ciertamente un doctorado “honoris causa” de la facultad de Tubinga. Demostrará sobre todo ser un excelente ecumenista, capaz de dialogar “con palabras llenas de dulzura, sabiduría y elocuencia” .
En su enfrentamiento con Cristo, no tendrá “una hostilidad de principios” ; por el contrario, apreciará la muy elevada enseñanza. Sin embargo, no podrá soportar su absoluta “unicidad” , y por lo mismo la censurará, y por consiguiente no se resignará a admitir y proclamar que ha resucitado y hoy está vivo.
Como vemos, aquí se traza y se critica un cristianismo de los “valores”, de las “aperturas” y del “diálogo”, donde al parecer queda poco espacio para la persona del Hijo de Dios crucificado por nosotros y resucitado y para el hecho de la salvación. Tenemos material para reflexionar. La militancia en la fe reducida a acción humanitaria y genéricamente cultural; el mensaje evangélico identificado en el enfrentamiento irénico con todas las filosofías y todas las religiones; la Iglesia de Dios trocada por una organización de promoción social: ¿estamos seguros de que Soloviev no previó realmente lo que efectivamente sucedió y que ésta no es precisamente hoy día la insidia más peligrosa para la “nación santa” redimida por la sangre de Cristo? Es una pregunta inquietante y no debería eludirse.
UN MAGISTERIO DESATENDIDO
Soloviev comprendió más que nadie el siglo XX, pero el siglo XX no lo comprendió a él.
No se trata de que haya carecido de reconocimiento. No se le niega comúnmente la calificación de filósofo ruso máximo. Para Von Balthasar, su pensamiento es “la creación especulativa más universal de la época moderna” , y llega incluso a ubicarlo en un mismo plano con Tomás de Aquino. En todo caso, es innegable que el siglo XX en general no le ha prestado atención alguna y por el contrario se ha movido tercamente en un sentido opuesto al indicado por él. Las actitudes mentales predominantes en la actualidad están sumamente alejadas de la visión solovieviana de la realidad, incluso en muchos cristianos comprometidos con la Iglesia y culturalmente ligados con la misma. Entre otras cosas, podemos citar a modo de ejemplos:
- el individualismo egoísta, que señala cada vez más por sí mismo la evolución de nuestras costumbres y nuestras leyes;
- el subjetivismo moral, que induce a considerar lícito y hasta loable asumir en el ámbito legislativo y político posiciones diferenciadas de la norma de comportamiento a la cual personalmente uno se atiene;
- el pacifismo y la no violencia, de matriz tolstoyana, confundidos con los ideales evangélicos de paz y fraternidad, de tal manera que luego se termina cediendo ante la prepotencia y se deja sin defensa a los débiles y a los honestos;
- el extrinsecismo teológico, que por temor de ser tachado de integrismo, olvida la unidad del plano divino, renuncia a irradiar la verdad divina en todos los campos y abandona toda tentativa de coherencia cristiana.
De manera especial, el siglo XX, en sus trayectos y en sus resultados sociales, políticos y culturales, ha estado en ruidosa contradicción con la gran construcción moral de Soloviev. Él había identificado los postulados éticos fundamentales en una triple experiencia primordial, presente de modo innato en todo ser humano, vale decir, en el pudor, en la compasión por los demás y en el sentimiento religioso.
Ahora bien, el siglo XX, tras una revolución sexual egoísta y carente de sabiduría, ha llegado a tales niveles de permisivismo, ostentación en la vulgaridad y público impudor que al parecer no tiene parangón adecuado en la experiencia humana anterior. Por otra parte, ha sido el siglo más opresivo y sangriento de la historia, carente de respeto por la vida humana y desprovisto de misericordia. Ciertamente, no podemos olvidar el exterminio de los hebreos, que jamás será suficientemente execrado; pero conviene recordar que no fue el único: nadie recuerda el genocidio de los armenios durante la Primera Guerra Mundial; nadie se arriesga a contar las víctimas sacrificadas inútilmente en diversos lugares del mundo en aras de la utopía comunista. En cuanto al sentimiento religioso, durante el siglo XX se propuso e impuso por primera vez en el Oriente el ateísmo de Estado a una gran parte de la humanidad, mientras en el Occidente secularizado se propagó un ateísmo hedonista y libertario hasta llegar a la idea grotesca de la “muerte de Dios”.
En suma, Soloviev fue indudablemente un profeta y un maestro, pero un maestro, por así decir, carente de actualidad. Y ahí reside, paradójicamente, su grandeza y su precioso valor para nuestra época. Apasionado defensor del hombre y reacio a toda filantropía; apóstol infatigable de la paz y adversario del pacifismo; promotor de la unidad entre los cristianos y crítico de todo irenismo; enamorado de la naturaleza y sumamente alejado de las modernas infatuaciones ecológicas; en una palabra, amigo de la verdad y enemigo de la ideología. Precisamente de guías como él tenemos hoy una necesidad extrema. 

V. Soloviev, Dostoievski, Milán, 1981, pp. 65-66.
V. Soloviev, I tre dialoghi e il racconto dell’ Anticristo, Turín, 1975, p. 184.
Ibid., p. 188.
Ibid., p. 211.
Ibid., p. 190.
Ibidem.
H. U. von Balthasar, Gloria, Milán, 1971, III, p. 263.